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16 de noviembre de 2016

El gato negro (Kuroneko, 1968), de Kaneto Shindo

Dos mujeres son violadas y quemadas junto a su hogar por unos samuráis errantes. Cuando el marido de una de ellas, e hijo de otra, llega a su hogar después de sobrevivir a la guerra y cosecharse un status en la capital como samurai, se encuentra su casa en ruinas.



El J-Horror es un subgénero del de terror, exclusivamente japonés, que se recrea en la aparición de espíritus o fantasmas propios de su folclore. Aunque fue popularizado en la década de los noventa, debido a la expectación que causó The Ring (1998) en el público occidental, lo cierto es que este tipo de relatos en el ámbito cinematográfico son más bien viejos (y en el caso literario debemos remontarnos al propio medievo nipón con los cuentos "kaidan"). Aquí, dirige Kaneto Shindo, uno de sus maestros absolutos, y uno de los mejores cineastas japoneses del siglo pasado.


Sin inventar ninguna fórmula y como ya hiciera antaño con Onibaba (1964), considerada por muchos su mejor obra, Shinto nos deleita con una historia de las mismas características: ubicada en las cercanías de la puerta de Rashomon (que da paso a Kyoto y que nos recuerda al maestro Kurosawa) y desarrollada temporalmente durante una época aparentemente indeterminada del período feudal japonés, hacia la época de guerras entre clanes. En ambas, Shindo se recrea en las características que lo hacen ser un director único: la estética tenebrista y la recreación, mediante ella, de una atmósfera profundamente fantasmagórica y fascinante. Nadie hace eso mejor que él. 

Abre la película con una escena de extrema solemnidad: un plano fijo por el que vemos llegar a unos samuráis. Cuando ha acabado una de las mejores escenas de la propia cinta, nos damos cuenta de que no se ha dicho una sola palabra. Se deleita en el ritmo, en su propia narrativa. Los samuráis sudan, el sol les abrasa; cuando se cierra la cinta, nieva y lo que nos queda es una reflexión, una escena inquietante e ilusoria. 


En un análisis superficial, nos encontramos a mujeres campesinas (doblemente damnificadas) esperando la llegada de su marido, un campesino que vuelve convertido en un honorable guerrero. El campesino, que vivió fuera de casa durante años, a causa de la guerra, sólo piensa en regresar y volver a ver a su mujer y a su madre, pero tampoco lo consigue. La guerra no ha beneficiado a nadie, y sólo ha causado desunión y sufrimiento. Esto parece querer decirnos Shindo, que ya se reiteró bajo el mismo contexto belicoso en la antes mentada Onibaba.

En otro más profundo, podemos ver cómo Shindo trata el sometimiento de los campesinos en el feudalismo frente a los señores (líderes de los clanes), que son protegidos por los samuráis (aparentemente guerreros honorables). El tipo de samurai que se ve en el filme sólo sigue órdenes del señor, pese a no ser de su agrado o ir en contra de su voluntad, y en algunos casos, se convierten incluso en depredadores bandoleros que, ante la penuria de la guerra, asaltan a campesinos y los tratan a su gusto. Parece que el único fin de este guerrero es obtener reputación y, una vez conseguida, mantenerla a toda costa: cuestión de honor. En el estamento más privilegiado, el señor, que, pasando por encima de cualquier ciudadano, sólo busca su propio beneficio, llegando a la invención de heroicidades en su figura en pos de mantener su status. Una muestra de las relaciones estamentales (durante la guerra), donde premia el egoísmo, el afán por sobrevivir y por subir en la escala social. En medio de eso, conceptos como el amor que, sin llegar a salvarlo todo, maquillan mucho el alma humana. 

Es una completa espiral de horror. En definitiva, un J-Horror con la mejor estética y con una historia que bien podría ser un drama griego, donde, al final, sólo queda desazón y sufrimiento, pese a todo. 




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