«— ¿A veces, tienes pensamientos impuros?
— Sí.
— ¿Sobre el amor carnal?
— No.
— Es una pena. Deberías probar... De otra forma, ¿qué clase de sacrificios son esos votos tuyos?».
Polonia, 1960. Anna, que es
una novicia a punto de emitir sus votos y convertirse oficialmente en monja, es
enviada a la ciudad junto a su tía, Wanda, a la que nunca ha visto y que, además, es
el único miembro de su familia con vida.
Ida, una película destinada a
revivir el gran cine polaco, el de la época de cineastas como Kieslowski. Hablamos, nada
más y nada menos, del Gran Premio del Festival Internacional de Varsovia,
Premio de la Crítica en el Festival de Toronto y Mejor película — entre muchas
otros, como el Mejor guión o Mejor actriz para la interesantísima actriz polaca
Agata Kulesza — en el Festival de Gijón. El director de ésta es Pawel Pawlikowski, un cineasta con una
filmografía previa bastante inadvertida y alejada del relato fílmico que aquí
nos atañe, lo cual es curioso, sobre todo porque su técnica se muestra
increíblemente depurada, tanto en la narrativa como en los bellísimos planos en
blanco y negro — desarrollados con ayuda de Lukasz
Zal y Ryszard Lenczewski, encargados de la fotografía de la película, reconocidos
como los autores de una de las mejores obras visuales de 2013-14 — que componen esta lúcida historia con reminiscencias claras al gran y característico cine europeo de
antaño, a manos de autores como Ingmar Bergman (Suecia, Persona), Robert Bresson
(Francia, Pickpocket) o
Carl Theodor Dreyer (Dinamarca, La
pasión de Juana de Arco), reconocidos siempre por un estilo personal elevado a
la enésima potencia y sus temas recurrentes, existencialistas o de cualquier índole
religiosa — sobre todo Bergman y Dreyer, en este caso.
Ida es una de las obras más
hipnóticas que he tenido el placer de disfrutar, de principio a fin. Que parte
de su grandilocuencia se cimenta en su impresionante calidad visual es tan
obvio como destacable. Pawlikowski utiliza, sabiamente, el formato de imagen
4:3 y no el ya clásico panorámico, tan común en nuestros tiempos. Normalmente, es precisamente este formato, el 4:3, el denostado por antiestético y
anacrónico. Es, entonces, totalmente reseñable que se le dé uso en uno de los
filmes más bellos de los últimos años, y lo es también que la grandísima
calidad de sus planos generales — impresionantes — basen su razón de ser,
precisamente, en este "anacrónico" formato. Imposible apartar la
mirada, qué profundidad. Uno de los pocos reproches hacia la cinta es que no dilate más la duración de algunas tomas que piden a grito un desarrollo mayor. Es muy complicado no deleitarse con la sublime elegancia que supone
escuchar composiciones de Coltrane, Mozart o J.S. Bach sobre esas mismas
imágenes.
Ida es, a rasgos generales, la
historia de Anna, o mejor dicho: Ida, una mujer dedicada enteramente a labores
religiosas desde su nacimiento que, en cierto momento, por orden de una de sus
superiores, debe dejar el nido por unos días para conocer sus raíces antes de
emitir sus votos, y andar por su propio pie. Pero, lo cierto, es que bien
avanzada la película nos damos cuenta de que Ida no
es sino la observación de dos personajes muy distintos y muy parecidos al mismo
tiempo, Anna y Wanda, quienes, en cierto punto, parten en un
viaje hacia su propia identidad como persona, cada una a su manera. De
repente, lo que podría parecer el típico retrato de mujer hastiada en un
convento o lo que fuere — qué malos son los prejuicios — se convierte en una
contemporánea road movie motorizada por el homenaje familiar
por pura realización personal y el conocimiento acerca de sí mismas y las cargas
personales del pasado, capaces de marcar
y herir a una persona de por vida. Nos movemos, en este caso, mediante la
carrocería de lujo que suponen las dos actrices principales: Agata Kulesza y la
más inexperta y también genial Agata Trzebuchowska,
ambas actrices de origen polaco.
No tiene sentido
añadir mucho más. Una obra vital, de descubrimiento puro, estructurada de una
forma fascinante en un guión increíblemente sólido que predispone todos
los elementos básicos e idílicos para desarrollar a unos buenos personajes, llenos
de porqués y preguntas sin resolver; dos personajes con similitudes,
aunque con vidas totalmente opuestas, lo
que hace, precisamente, que su relación sea tan peculiar e interesante. Fascinante y profundamente hipnótica, para perderse entre sus cortinas.
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