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11 de enero de 2015

Ghost in the Shell (Kokaku kidotai, 1995), de Mamoru Oshii

"El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisión sintonizada en un canal muerto"
Inicio de Neuromante (1984), de William Gibson. 


Año 2029, Japón. Una mujer cyborg policía, junto a su equipo, la Sección 9, investigan distintas actividades criminales, desarrolladas por un misterioso hacker que está invadiendo y poniendo en peligro las autopistas de la información tecnológica.


Nos encontramos ante una de las ya típicas películas de género de sci-fi, steampunk o directamente cualquier thriller u obra futurista, y ante las clásicas pretensiones que suelen tener ellas mismas, al menos las que pretenden contener elementos de reflexión: narrar una historia ambientada en un tiempo futuro distópico, dominado por la tecnología y la anarquía o el declive, con altas dosis de filosofía acerca de la naturaleza humana y sus enigmas y su relación destructiva o, en ocasiones, convergente con la super-tecnología. No es nada nuevo. Este tipo de obras nacen inicialmente de la literatura, y posteriormente llegan al cine en forma de película homónima — caso de Solaris (1961), de Stanislaw Lem u otros con distinto título como ¿Suenan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick, en la que se basó Blade Runner (1982) — o como irreverente inspiración — véanse las influencias de Neuromante (1984), de William Gibson, en ésta misma, Ghost in the Shell

La ciencia ficción es un género que abarca la posibilidad de muchísimas realidades muy variables, lo que hace que muchos autores — sean literatos o cineastas — vean en él un punto de partida interesante para desarrollar historias con altas dosis de contenido filosófico al anexarlas con elementos cotidianos, comunes en nuestro día a día y propios del siglo XX y XXI o directamente hablar sobre la raza humana como sociedad y como individuo particular y la característica relación que mantiene con la tecnología desde el nacimiento de ésta y en su posterior desarrollo. Nadie nombrará jamás a Andrei Tarkovsky como uno de los mejores cineastas en lo referente al campo de la ciencia ficción, pues era él mismo quien rehusaba de dicho género, pero lo cierto es que, apoyándose en las premisas que comento anteriormente, el realizador soviético pudo desarrollar filmes como la archiconocida Solaris (1972) o Stalker (1979). 

En este caso, la película que nos compete es Ghost in the Shell (1995), un filme de animación dirigido por el grandísimo cineasta japonés Mamoru Oshii — Angel's Egg (1985) o la nominada a la Palma de Oro en Cannes y secuela de la mentada aquí, Ghost in the Shell 2: Innocence (2004) — y recogido directamente de un manga homónimo de Masamune Shirow. Estamos hablando de su película más reconocida internacionalmente y, además, de uno de los animes más laureados y queridos en Japón, un país donde el género steampunk y las obras de ciencia ficción en general pegaron muy fuerte hace unas décadas, sobre todo en lo que al anime respecta. Ghost in the Shell tiene el privilegio de ser, para idiosincrasia japonesa, una de las mejores películas de animación que se hayan filmado jamás allí, título que comparte con la, en mi opinión, sobrevaloradísima Akira (1988), de Katsushiro Otomo y otras películas del mismo director o de Hayao Miyazaki y Satoshi Kon, entre otros tantos. 



Cabe reseñar que no me considero para nada un admirador de casi ninguna de las cosas que comento anteriormente — sci-fi o cualquier subgénero de éste. Normalmente son obras que suelen pecar de bastante simplismo y de un sensacionalismo vacuo en su tratamiento al, muchas veces, basar todo su poderío como obra en interesantes exposiciones visuales de una sociedad y tiempo futuros o en ser, simplemente, intentos de ensayo filosófico, resultando más bien un torrente de intentos insustanciales y sin fuerza — me refiero aquí, por supuesto, a las obras que pretenden tener un jugo filosófico y trascendental acerca del devenir del ser humano, y no de cualquier película que narre una aventura espacial, por ejemplo. Me gusta lo que pretenden, pero no — casi nunca — el cómo lo hacen o toda la carne que (no) son capaces de poner en el asador. Lo irreconocible es que no se trate de un género y derivados con muchísimo público en cualquier rincón del mundo. Cabe destacar después de todo lo dicho que, en este caso, Ghost in the Shell es rara avis por tratarse de uno de esos casos muy extraños en los que una película de estas características consigue, no sólo gustarme, sino maravillarme por completo. 


De Mamoru Oshii y sus dotes para la dirección podemos esperar una ambientación y una atmósfera colosal, y así es. Tal y como había retratado en esa especie de mundo post-apocalíptico o surrealista de Angel's Egg (1985) — una obra de arte muy especial al alcance sensorial de muy pocos realizadores —, aunque sin ahondar tanto en el pesimismo y la lucidez parsimoniosa de aquella, dota aquí a la cinta del ritmo thriller que merece, desarrollando un mundo lúgubre de tonos negros y grises muy especial, impregnado aquí, a diferencia de en Angel's Egg, por la presencia humana y las grandes urbes, que siguen en pie. 

El filme se encarga de conducir a una serie de personajes — la Sección 9 y, sobre todo, Major y Proyecto 2501 — a través de una trama llena de controversias filosóficas — todos con su parte humana y su parte robótica — y una protagonista que nos recuerda a la replicante de Blade Runner, sólo que aquí, además de belleza y fuerza, hay una soberbia profundidad. Un personaje para el recuerdo, pues en él se basa la mayor parte del contenido filosófico-existencial que hace que la cinta destaque sobre las demás, mediante sus reflexiones internas y externas acerca del sentido de su vida: si realmente existe o qué significado tienen para nuestra vida los recuerdos — una frase que ayuda a comprender un poco el sentimiento interno de estos androides, si le damos la vuelta para amoldarla al mundo de la cinta: «La vida no es como pasó, sino como la recordamos» pasa a ser «La vida es como pasó, no como la recordamos». Probablemente la historia — al menos en la adaptación de Oshii — sólo sea un mero recurso para desenvolver todo lo que comento anteriormente, pero lo cierto es que las escenas de acción están filmadas con gran maestría y, sin duda, aun asumiendo su segundo plano, se mantiene como otro punto positivo para el filme. 


Mamoru Oshii es un cineasta que, sin duda, merece todos los epítetos llegados desde Japón a su nombre, como uno de los mejores directores de anime de su historia. Ghost in the Shell tiene el privilegio de ser una de las mejores obras animadas que existen, sean del país que sean, dentro del cine narrativo o comercial y de cualquier otro tipo de producción independiente. Simplemente véanla y revísenla. Una joya. 


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