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12 de octubre de 2019

'O que arde' (2019), de Oliver Laxe


El espectador de 'Trono de sangre' (1957) no se creía ver al bosque caminar.  Esa toma, parte del conjunto de la última escena del filme, entronca directamente con el brillante inicio de 'O que arde'. Oliver Laxe elige filmar los eucaliptos cayendo desde un punto de vista alto, desde el esteticismo; el espectador no ve qué está sucediendo, de este modo, el director 'personifica' la naturaleza, le da vida al bosque. Esto no es sino una declaración de intenciones: el rural gallego como un personaje más. 

Oliver Laxe es, como Akira Kurosawa y Andrei Tarkovski, un mediador cinematográfico y sublime de lo natural. En la presentación de la película en NUMAX (Santiago de Compostela) el director sostuvo que "a beleza agóchase e hai que atopala": cuando la lluvia, el viento, la niebla y el bosque aparecen, fílmicamente, vivos y a la vez dirigidos, te das cuenta de que estás ante una mirada única. Si, como rezó la estética del Romanticismo, uno de los papeles del artista es hacer de médium entre la divinidad y la naturaleza (o entre la belleza y la naturaleza), reconciliándolas mediante el arte, el cine de Laxe es un gran poema panteísta y animista y él un 'demiurgo' de la estética natural de Galicia:  de lo ya-dado un mosaico, una obra gallega por antonomasia. 


Sin embargo, 'O que arde' no es sólo una escultura del espacio y una retórica adecuada, un uso de la imagen brillante, sino la 'tipicidad' del carácter rural, casi un estudio etnográfico y sociológico de vocación realista sobre sus relaciones, alejado de lo frenético de la ciudad, de las junglas de asfalto y del ruido constante. El campo son silencios largos y sonidos encontrados, una idiosincrasia distinta, como sugirió el mismo Laxe en la sala. La dicotomía rural-ciudad, rural-modernidad, está presente en diálogos y en detalles. 


Amador y Benedita se interpretan aquí a sí mismos en un alarde de naturalidad. Amador se expresa mediante 'susurros' y silencios: el espectador debe interpretar lo que dice y lo que no; un personaje sugerente que invita a pensar sobre la imposibilidad de pedir perdón, de redimirte de tus actos. Por otra parte, Benedita parece funcionar como 'universal concreto' de anciana-gallega-rural, aquel personaje que, expresándose a sí mismo, habla de un carácter y, sobre todo, de una historia y una biografía comunes a vivir sobre unas condiciones materiales tan características. El rural-urbano son antagónicos y sus reglas también lo son. 


27 de noviembre de 2018

Silvio (y los otros) (2018) de Paolo Sorrentino (****)


Si en La grande bellezza (2012) Paolo Sorrentino y su habitual director de fotografía, Luca Bigazzi, se recreaban de un modo barroco con el barroquismo romano (en todos sus sentidos: Italia, el país de las pasiones; el país de la abundancia; Roma, la ciudad barroca por excelencia) en Silvio (y los otros) (2018), la versión comercializada internacionalmente en una única cinta que aúna las dos partes ideadas por el director, la estética es rococó. Es un paso más en el ideario sorrentinesco: un estilo que ladea entre la genialidad cinematográfica y lo hortera (kitsch), entre la hiperestetización de la imagen y el retrato del vacío. Aquí pasa la raya y para retratar no sólo a Berlusconi sino al mundo que rodea la figura de Berlusconi ("loro") (y que en palabras del ex-primer ministro aquí “es exactamente igual que él”) se sirve de una estética videoclip que percorre toda la cinta, de un abierto horterismo que coquetea de manera absoluta con el sentido del ridículo. Podríamos decir que si Spring Breakers (2012) fue el videoclip más largo de su año, Silvio (y los otros) es el videoclip más largo de 2018 (sin las connotaciones negativas que los puristas podrían darle al término “videoclip”): sobre una figura fundamental para la historia política italiana que forma parte ya del ideario colectivo de político corrupto rico que abusa de su posición de poder para hacer, básicamente, lo que le venga en gana: un ejemplo paradigmático de lo que puede derivar de la política institucional y que también conocemos en España, aunque de iconografía más abstracta.


Es una película abiertamente asimétrica y posmoderna en tanto cuanto abandona el esquema tradicional para perderse en una repetición pseudo-caótica de escenas que representan la nadería (el vacío) del patriarcado y del capital italiano (y de “sus mujeres”). El personaje de Sergio Morra (que podríamos considerar co-protagonista) no va a ninguna parte y Silvio realmente tampoco. Podríamos tomarlo como una versión menor del mismo Silvio y como meramente un ejemplo más de esa “alta sociedad patriarcal”. Una repetición sin fin de escenas pasadas dos o tres veces por posproducción (el autotune cinematográfico) que retratan, a grandes rasgos, una y otra vez lo mismo: hombres ricos abusando de su posición de poder cuya ambición es ser más ricos y tener más poder (y cuando ya no se puede: ¿qué queda? ¿cuál es la diferencia entre Morra y Silvio?) y mujeres (hipersexualizadas) que prostituyéndose y usando la seducción aspiran a ser cómplices de eso, con alguna salvedad. Sorrentino no muestra crítica en ningún momento: simplemente enseña. Y quizás esa hipersexualización de la mujer (y la banalización completa y absoluta de su carácter, la supeditación al hombre) se deban a que la cámara nos está enseñando el reflejo del ego de Silvio, su propia visión de su mundo y de sí mismo. Por eso no podemos sino referirnos a los hombres ricos que pueblan esta cinta como “patriarcado del capitalismo”: hombres ricos que usan a mujeres que aceptan ese rol o que, por necesidad, no pueden sino aceptarlo. Puede que lo asimétrico, caótico y repetitivo de esta cinta sea fruto, en parte, de la necesidad de generar una versión unitaria de Loro I y Loro II. Festival estético hacia ningún lado, que huye de los convencionalismos narrativos y de los personajes con principio y fin y del centro narrativo para habitar sus bordes.


El trabajo interpretativo de Toni Servillo es magistral: el grado de mímesis y ensimismamiento con su personaje es tal que a partir de ahora, para mí, Berlusconi tiene su cara y su bótox es el suyo aquí y no el de él. Brillante. Si no es la mejor interpretación de este año que inventen más premios y si no es de lo mejor que veremos en los próximos años ¡qué suerte la nuestra! Al nivel del mejor Joaquin Phoenix o Daniel Day-Lewis. 

Ese peculiar ladeo sorrentinesco en el tratamiento de la imagen, junto a su habitual genialidad para retratar personajes de la alta sociedad y entornos donde “la nada” sobrevuela, hace de Silvio (y los otros) un peculiar cóctel que busca épater al espectador afín a los convencionalismos con escenas tan inverosímiles como las de una desorbitante fiesta privada en la que “caramelos” con forma de caras deformadas al modo de Francis Bacon o de su sucesor cinematográfico en este ámbito, David Lynch (véase Ant Head (2018), su último trabajo), irrumpen en pantalla como las ranas en la peculiar Magnolia (1999). La última escena es, simplemente, una maravilla: el mejor cierre posible.

Fotograma de 'Ant Head', David Lynch (2018)

'Tres estudios para un autorretrato', Francis Bacon (1973)

"- ¿Crees en Dios?
- Sólo los lunes". 

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23 de octubre de 2018

Notas sobre 'Gritos y susurros' (1972, Ingmar Bergman)



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Fotograma y paleta de colores en 'Gritos y susurros'
Andrés Serrano, 'iconoclasta creyente' por excelencia, usa en su obra leche y sangre, en dos cubetas distintas. La leche de la madre (la Virgen María) y la sangre del hijo (Cristo). Mezclar estos dos componentes simbólicos supone un problema, siguiendo el dogma del judaísmo y del 'Torá'. Bergman juega, durante todo el filme, con la iconografía cristiana y diversos conceptos, de manera simbólica, como la muerte, el más allá o la felicidad terrenal (imperfecta y finita, humana). La angustia y el vacío como camino a la agresividad (o a la represión de la misma) y a la muerte; la sexualiadad y el erotismo como pulsión, como irracionalidad y en relación constante, precisamente, con la muerte y el Tánatos (se nace y se muere).

Fotograma de 'Gritos y susurros'

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Fotograma de 'Gritos y susurros'

'The Crucifixion' (1933, Francis Bacon)
'Grito nº7' (1959, Antonio Saura)

En el filme, durante el entierro a raíz de la muerte de Agnes, enferma de cáncer, es comparado su sufrimiento con el de Cristo en la cruz. El sufrimiento que ambos han tenido que perecer, en la incertidumbre, en el paso de lo finito a lo infinito: en su vuelta a Dios. Los gritos de Agnes, como dolor y angustia, nos recuerdan los sufrimientos del personaje; del mismo modo, Antonio Saura comparó en uno de sus gritos esta acción, que no puede evocar otra cosa que desazón (desde Munch en las artes plásticas), con una pose de Crucifixión.











Fotogramas de 'Los comulgantes' (1936, Ingmar Bergman)

Este 'silencio de Dios' es una de las preocupaciones habituales del cine de Bergman: el coqueteo entre la fe en el más allá, en la esperanza y el sentido y la búsqueda de verdad en la figura de Dios y el sentimiento de angustia y de vacío ante la nada. Cristo dudó de Dios en la cruz, ante su dolor; del mismo modo, el ser humano jamás obtendrá respuesta en vida a sus dudas metafísicas. El cáncer de Agnes sólo puede ser un camino a Dios (el pastor le dice que ha sido elegida por Dios, con gracia, y que debe estar orgullosa de ser merecedora de tal dolor; aunque ni él mismo está seguro de lo que dice) u otra prueba de lo absurdo que es vivir, del dolor intrínseco a la vida y de la finalidad sin fin. Tánatos como grito y Eros como susurro (en las máscaras, en la mentira de las personas y, sobre todo, en el personaje de María, interpretado por Liv Ulmann).

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'La piedad' del Vaticano (1498-1499, Miguel Ángel)
Fotograma de 'Gritos y susurros'
Continuando con la analogía entre Cristo y Agnes, esta particular 'piedad' bergmaniana, archiconocida. Bergman 'feminiza' en esta película cualquier referencia iconográfica para hablar, también, de todos los arquetipos de mujer. Para hablar de la 'mujer como madre' toma a la Virgen; para hablar de Cristo, toma a la 'mujer como hija'; para hablar de Tánatos y Eros, del mismo modo. La criada, que perdió a su niña, toma como hija adoptiva a Agnes, una mujer que 1. no abandonó nunca el seno materno (la casa); 2. vivió con celos la relación entre su madre, muerta, y su hermana María (Liv Ulmann interpreta tanto a María como, en los recuerdos de Agnes, a la madre de ambas) 3. está sola ante su sufrimiento, sola desde hace años en el hogar y con la única compañía de Ana. Esto son susurros y máscaras. Ante la muerte de un hijo, ante la muerte de una madre: la mentira para sobrevivir. La podredumbre del ser humano. Agnes como grito y María y su sensualidad, su egoísmo y su hipocresía, como susurro. El habitual, también, coqueteo de Bergman con el desdoblamiento del ser: la vida como teatro. Persona (1966) ya hace referencia, en el título y en sus imágenes, a esta preocupación bergmaniana. Una máscara es lo que se coloca delante de la cara y fue utilizada en un principio en el ámbito teatral para representar (falsear, interpretar) un personaje con mayor expresividad. La palabra 'persona' deriva de del sinónimo de máscara en griego antiguo: "persona".

Bergman deja esperanza, eso sí, a los pequeños momentos de felicidad entre los gritos de dolor. Quizás el ser humano deba aferrarse a eso.

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"LA MUERTE: ¿Tú quieres garantías? 
EL CABALLERO: Llámalo como quieras. ¿Es tan cruelmente indispensable percibir a Dios con los sentidos? ¿Por qué es necesario que Él se oculte en una niebla de promesas, expresadas a medias y de milagros que nadie ha visto? 
(La muerte se calla).   
EL CABALLERO: ¿Cómo podríamos creer a los creyentes, los que no creemos en nosotros mismos? ¿Hacia que nos tenemos que volver nosotros, que queremos creer, pero que no llegamos hasta ahí?
(El caballero se ha callado y espera una respuesta; pero nadie responde; sólo silencio…)   
EL CABALLERO: ¿Por qué no puedo yo matar a Dios en mí? ¿Por qué continúa Él viviendo en mí de una manera mansa, dolorosa y humillante, aunque yo le maldigo y quisiera expulsarlo de mi corazón? ¿Por qué a pesar de todo Él es una realidad aplastante, que no me puedo quitar de encima? ¿Me entiendes? 
LA MUERTE: Sí, te entiendo… 
EL CABALLERO: Quiero saber, quiero creer, no suposiciones, sino saber.  Quiero que Dios me tienda la mano, me desvele su rostro y me hable… 
LA MUERTE: Pero Él permanece callado…
EL CABALLERO: Clamó en la oscuridad, pero no parece haber nadie allí… 
LA MUERTE: Quizás no hay nadie allí…
EL CABALLERO: Entonces la vida es un horror atroz. Nadie puede vivir abocado a la muerte, sabiendo que no hay nada. 
LA MUERTE: La mayor parte de los hombres no piensan ni en la muerte,  ni en la nada."

(Diálogos entre el caballero y la Muerte en 'El séptimo sello' (1958, Ingmar Bergman)


(Artículo escrito como complemento a esta entrada publicada el 3 de enero de 2015, en mi primer acercamiento a 'Gritos y susurros').

16 de octubre de 2018

Apuntes y reflexiones sobre 'Cold War' (Pawel Pawlikowski, 2018)



1. Formalismo

Filmada en un blanco y negro que no pasa por demasiados grises y en formato 4:3, como ‘Ida’: parece un sello de identidad de Pawlikowski (y ojalá se lo quede). Redudante pararse en halagos hacia el apartado técnico, la dirección y la fotografía. No así (no tan destacado) con el brillante ejemplo de condensación narrativa y en su retórica: en apenas 90 minutos a Pawlikowski le da tiempo a hablar, y bien, de una historia de amor compleja (como todas) y de un contexto histórico-social inabarcable sin salirse por lo fácil (el bien y el mal y las líneas dicotómicas) o, sencillamente, evitarlo. 

'Monje a la orilla del mar' (Friedrich, 1808-1810)

Hay un plano, prácticamente al inicio del filme, de un automóvil apabullado por la nieve y una figura humana femenina saliendo del mismo. El radicalismo compositivo de este plano es el mismo que el del lienzo de Friedrich, de 1808-1810, ‘El monje frente al mar’ y la categoría estética es la misma: la de lo “sublime”. Asimismo, pueden recordar a Friedrich (cuyo pensamiento estético y obra pictórica es fácilmente comparable con la obra de Tarkovsky y la manera en la que ambos entienden la naturaleza como divinidad y como revelación de lo atemporal e infinito) la contraposición de planos y la filmación de figuras humanas (de espaldas o frente al espectador) en primera estancia, contrapuestas al ambiente (urbano o rural) y al horizonte y la lejanía (los planos dentro de la casa de la pareja en París, donde las figuras aparecen cortadas, desplazadas de los ejes compositivos lógicos del encuadre). Pero este “Friedrich urbanizado”, preocupado no tanto ya por la figura de Dios sino por la tensión antitética entre lo material y lo espiritual en la sociedad contemporánea nos recuerda a la obra del norteamericano Edward Hopper (se preguntaba la protagonista de Godard en 'Al final de la escapada' (1960): "¿existe el alma en la sociedad moderna?"). Las escenas que retratan la atmósfera de ‘L’eclipse’, el bar al que acude la pareja en París, y los planos donde la protagonista parece estar sola consigo misma y su copa, en una contraposición de ánimos, podrían estar firmados por el realista. Nos acordamos, asimismo, en las escenas de ensayo, de baile, de las bailarinas de Degas: de esos encuadres impresionistas despreocupados por la “composición perfecta”, de esas figuras cortadas que ocupan el encuadre. 


Fotogramas de 'Cold War'

El paisaje sublime (donde Friedrich ve a Dios) ante humanos contemplativos

La vida contemporánea en contraposición al ser humano, en la obra de Hopper

2. Contexto histórico: Guerra Fría. Varsovia (Polonia)

Lejos del simplismo y de analogías fáciles como URSS-totalitarismo y bloque occidental-libertad, donde la prensa sale mal parada y Pawlikowski prácticamente aireado, es sorprendente la complejidad con la que la cinta aúna este plano de lectura con la relación amorosa íntegramente personal que actúa como foco central de la cinta en sólo una hora y media. Polonia lo pasó mal en la guerra y de los campos de concentración masivos pasó a una ocupación soviética que se manifestó en un nuevo modo de ver el Estado, la economía, la política o la religión: en definitiva, una cosmovisión determinada que propuso la superación del capitalismo y el paso a un “estadio superior” de la dialéctica histórica con la revolución de octubre de 1917 y que cristalizó en la tan criticada “burocracia soviética”, del que la República Popular de Polonia pasó a ser Estado satélite. Es cierto que en la URSS no existió esa utopía llamada libertad (“¿libertad para qué?”, decía Lenin), del mismo modo que no lo hizo en el “mundo libre”. 

El proyecto de una escuela musical es organizar un grupo de cánticos folklóricos y populares de la Polonia rural durante la posguerra. Para eso, proponen a personas del rural, que sufrieron la guerra, viven en la pobreza y tienen dificultades para salir adelante una audición y, una vez seleccionados, los enseñan a moverse en escena y comienzan a actuar por distintas localizaciones de Polonia. En esta dialéctica de los acontecimientos ha sucedido una cosa con el arte y ese folklore popular: lo que era fruto y expresión de la sociedad civil se institucionaliza bajo una escuela que dirige y escenifica de un determinado modo esa ‘verdad’ expresada por el espíritu rural canalizándola para un público adinerado, pudiente, urbano y que quiere nutrirse del folklore del pueblo polaco (trasluce esto una sospecha hacia un gusto intelectual elitista). Hasta el punto en que uno de los máximos representantes de esa escuela desprecia, precisamente por ser una expresión de la pobreza y del rural, este tipo de cánticos, aunque ve beneficios económicos y políticos en la escuela. La utopía kantiana de arte como “finalidad sin fin” y como expresión de verdad (de infinitud o de belleza) del primer estadio dialéctico queda así invalidada ante la serialización, una escenificación determinada, su puesta en escena y, por tanto, su alienación a un fin concreto (actuar como mercancía). Hay un estadio dialéctico más en esta pequeña historia narrada por Pawlikowski: la burocracia soviética, ante el éxito de la escuela, ve filón en la misma como expresión del espíritu del proletariado, de la reforma agraria y de la figura de Stalin. Esto es recibido con disgusto por miembros de la escuela, que opinan abiertamente que los cánticos folklóricos que trabajan no hablan sobre esas peculiaridades (que por otra parte, eran ajenas: recordemos que Polonia cae bajo poder soviético en 1945 y esta parte del filme está ambientada en 1949) y con ilusión por otros miembros, que mientras que no osan rechazar las propuestas de la burocracia soviética, ven vía de ascenso y éxito como dirigentes de tal empresa. Finalmente, uno de nuestros protagonistas termina por hacer de director de orquesta de estos cánticos artificiales en loa al stalinismo, del mismo modo que los intérpretes, junto a una escenificación que es acompañada por una gran fotografía impresa de Stalin en el escenario, retratado al modo del realismo socialista (el “arte oficial” soviético desde la década de los treinta). Esto, que es una vía magnífica para la URSS como expresión, expansión y propaganda del Espíritu y las políticas soviéticas, reporta a la escuela éxitos y viajes, por tanto, a Berlín o Yugoslavia. Aquí termina la narración de este pequeño fragmento de la totalidad que es ‘Cold War’ y así culmina la crítica que hace Pawlikowski al dirigismo soviético del arte, expresado mediante un proceso de lo anárquico a lo ingenieril e instrumental. Polonia no guarda un buen recuerdo de su “época popular” (la Iglesia polaca tampoco). Pawlikowski tiene derecho a sublimarse a sí mismo en su obra, del mismo modo que tiene derecho a hablarnos desde el recuerdo de la Polonia comunista (sin que eso tenga que significar verdad en los hechos que se narran en ‘Cold War’) pero este cineasta se centra, no tanto en el tan citado “autoritarismo soviético” o en retratar una “cruda dictadura stalinista” sino que aboga más por la crítica a lo que conocemos como “arte propagandístico” o “arte dirigido” (con alguna puya hacia los que pretendieron, riéndole las gracias al Partido, ascender en influencia). La propaganda y el dirigismo artístico existieron en los dos bloques políticos enfrentados entre 1945 y 1991: bajo distintas formas, con distintos métodos y mecanismos y desde un punto jerárquico y una influencia (“hegemonía” en términos gramscianos) diferentes. La sociedad civil y la expresión verdadera de su Espíritu mueren ante la comercialización de los mismos (su alienación) y, después, son totalmente corrompidos por los intereses políticos del Estado y la burocracia que lo dirige (el Partido) para metamorfosearse en apariencia y no en ser (donde "el mundo sensible se encuentra reemplazado por una selección de imágenes que existe por encima de él y que al mismo tiempo se ha hecho reconocer como lo sensible por excelencia [en el Espectáculo]” en los términos que usó Debord en el 68 para describir los procesos usados por la estetización de la política, de la vida, de las formas de conocimiento). Prácticamente, estas son las únicas referencias de Pawlikowski hacia el “autoritarismo soviético”: la mentira de sus imágenes, el arte controlado y planificado, la hipotética deificación de los líderes comunistas, de un Stalin que siquiera sale (físicamente) en pantalla, aunque sí a través de imágenes.

Fotograma de 'Cold War'

Una de las últimas obras de Hopper

3. Contexto histórico: Guerra Fría. París (Francia)

El desencanto de la primera parte del filme parece prometer un París de "libertad, igualdad y fraternidad" (como vemos en la decoración de L’eclipse, el bar que frecuentan los protagonistas: lo que ocurre es que esto no es tomado como ‘propaganda del poder’). Lo cierto es que él es feliz aquí: su apego al mundo burgués y a un París que vive del recuerdo, que ya no es epicentro artístico después de la guerra (ahora lo es Nueva York) le hace estar cómodo. Ella no: quizás porque no es su país natal, Polonia; quizás por sus problemas con el alcohol y la desgana al mundo burgués y a sus “libertades”. Esta segunda parte es igualmente gris en el retrato de Pawlikowski: el "nuevo mundo" prometido tampoco accede al libre tránsito humano entre fronteras estatales (fronteras para lo humano, libertad para el capital). Parece suscribir el polaco aquello que dicen de que en el modo de producción capitalista, bajo la democracia burguesa, uno es “libre hasta para morirse”. ‘Cold War’ irradia espíritu anárquico: la sociedad civil, las mujeres y los hombres, aplastados por el Estado (socialista o burgués); aplastados por una ‘guerra fría’ que es ajena a ellos y que corresponde a finalidades políticas que no son comprendidas ni por los agrarios polacos que buscan una vida mejor ni por aquellos ciudadanos parisinos ahogados en el tedio. 

Fotograma de 'Cold War'

Obras de Edward Hopper

Observamos en la parte parisina un hecho artístico similar a su análogo en Varsovia, a la alienación del Espíritu rural a la mercancía y a la propaganda política, sin el desarrollo dialéctico que recibe el primero. En el bar frecuentado por los protagonistas, frecuentado por los círculos artísticos parisinos, por la “mierda cantante y danzante del mundo” burgués suena fundamentalmente un género musical, en pleno auge en aquel entonces y ligado hoy a la bohemia y a su espíritu: el jazz. El proceso histórico del jazz como género, destacado por el sociólogo, esteta y especialista en música Theodor Adorno, perteneciente a la Escuela de Frankfurt, también aparece ligado a la alienación de sí mismo y a la corrupción de su espíritu. En una línea kantiana-hegeliana-lukácsiana, Adorno entiende que el arte es verdad y no mentira y por tanto irrealizable en este momento histórico en tanto cuanto este no puede coexistir con la sociedad mercantilizada e industrializada del capitalismo en las formas que adoptó, precisamente, tras la posguerra mundial. El jazz nació como forma musical de la sociedad negra en Estados Unidos, como canto a la libertad de aquellos esclavos que sin formación musical tomaron los instrumentos de la orquestación clásica y la música de culto y deconstruyeron, principalmente con sentimiento, el lenguaje musical. Este espíritu fue traicionado en el momento en que la consideración de los opresores hacia esta nueva forma musical viró de la crítica a lo degenerado a la valoración por lo vanguardista; entonces, fue cuando esos negros empezaron a cantar su jazz por dinero a los opresores en locales; precisamente cuando el jazz se expandió como género musical por las distintas geografías estadounidenses (y posteriormente mundiales). En 'Cold War' los negros toman las trompetas en París, ante la admiración de la sociedad burguesa >ebria< y ya hace tiempo el jazz, como género, es también “música culta”. La anarquía, la sociedad civil, y el arte como liberación práctica del espíritu social contra el arte como mentira, como apariencia. 

Fotograma de 'Cold War'
Fotograma extraído de 'La sociedad del espectáculo' (1973, Guy Debord)

25 de abril de 2018

Notas sobre 'Los cuatrocientos golpes' (Les quatre cents coups, 1959), de François Truffaut



X La ‘nouvelle vague’ es un movimiento de libertad dentro de los cánones del cine narrativo clásico que abre, precisamente, la libertad cinematográfica que caracteriza las vanguardias y los movimientos fílmicos de la década de los sesenta. Truffaut es libérrimo tanto en su retórica como en la esencia de su relato. 

X ‘Los cuatrocientos golpes’ retrata, no sólo la infancia, sino la propia edad adulta. Lo excepcional aquí es que la obra no necesita recurrir, para intentar plasmar la vida contemporánea, a la óptica de la madurez adulta ni tampoco a grandes problemas.

X El París de fines de los cincuenta como un compañero de clase más. 

X Lacan hacía distinción entre lo “real”, lo" imaginario" y lo “simbólico”, entre otras. Reeinterpreta esto Zizek cuando habla de “espacios simbólicos” (“si a la vida le quitas los espacios simbólicos no queda nada”), en referencia a las ficciones sociales donde se mueve y se ha movido el hombre. Aquí, esos espacios son, fundamentalmente, el hogar, la escuela, el trabajo, la relación del individuo con el Estado (el protagonista no se adapta correctamente a esos espacios y es encarcelado). Las cárceles -y los centros de menores, por extensión- son un invento contemporáneo. Los niños y los adultos son incapaces de realizarse y ser felices en relación con estos espacios. “En la escuela sólo enseñan cosas inútiles”. El joven aprende leyendo a Balzac y busca la libertad fumando tabaco y bebiendo vino. Y, cuando consigue articular un buen relato, eso no sirve de nada. El matrimonio no sabe -y esto ocurre con frecuencia- enfrentarse a la educación del joven, tampoco a tomar las riendas de su vida por su propia felicidad. 

X Pierre Bordieu es un sociólogo francés, que al mismo tiempo que la ‘nouvelle vague’, inspeccionó a partir de los sesenta estos espacios, desmenuzándolos y analizando -haciendo uso del pensamiento marxista, en parte- las relaciones de poder en el aparto social y su reproducción. Las jerarquías sociales delimitan unas relaciones de poder determinadas que, según el francés, son llevadas a otros espacios simbólicos: la escuela o la familia, precisamente los más inspeccionados en el filme. La relación de poder entre patrón y obrero es la misma que entre padre e hijo o entre profesor y alumno. Pero es curioso, y poco analizado, que es sobre los niños donde recae, en ocasiones, mayormente este peso jerárquico. “Mientras vivas en esta casa, harás lo que se te diga” - todos hemos escuchado esta frase. La infelicidad, la incapacidad para adaptarse y la sensación de cautiverio y falta de libertad definen al protagonista y son provocadas, precisamente, por el aparato social. 

X Los niños son mostrados como adultos. Visten como tal y tienen, también, una jornada. No cumplen las expectativas en los espacios en los que se mueven. El sistema educativo oprime y es caduco, pero es difícilmente sustituible. La vela a Balzac es una esperanza, pero torpe. La niñez del protagonista se apaga por el peso burocrático de la institución académica. 

X Un buen final es un golpe de K.O. al espectador, si lo anterior está bien filmado. En este caso, el plano secuencia en travelling lateral del protagonista corriendo hacia la playa -jaque mate, Béla Tarr- no sólo es un oda a la modernidad cinematográfica sino que supone, precisamente, uno de los mejores K.O. de la historia dle cine. La imagen se paraliza cuando el niño nos mira -y nos acordamos de Chris Marker- y así cierra Truffaut su particular y monumental cántico a la libertad.

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